3 sept 2007

Qué es la ilustración - Immanuel Kant


La ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad (1). La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento, sin la guía de otro.

Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la ilustración.


La pereza y la cobardía con las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena (naturaliter majorennes) (2): y por eso es tan fácil para otros erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc, entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mi tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligrosos para la mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no pueda atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprendería a caminar solo después de cuantas caídas: sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza les asusta y, por lo general, les hace desistir de todo intento.


Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y formulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.


Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, algo que es casi inevitable si se le deja en libertad. Ciertamente, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo especial: aquel público que anteriormente había sido sometido a este yugo por ellos obliga más tarde, a los propios tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus mismos predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la Ilustración. Quizá mediante una revolución sea posible derrocar el despotismo, pero nunca se consigue la verdadera reforma del modo de pensar, sino que tanto los nuevos como los viejos prejuicios servirán de riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento.


Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y, por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público (3) de la propia razón. Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! El oficial dice: ¡No razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! (Sólo un único señor en el mundo dice razonad todo lo que queráis, pero obedeced.) Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué limitación impide la Ilustración? Y, por el contrario, ¿cuál la fomenta?. Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este uso pueda traer Ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado de la misma debe ser a menudo estrechamente limitado, sin que ello obstaculice, especialmente, el progreso de la Ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón aquél que a alguien hace de ella en cuanto docto (Gelehrter) ante el gran público del mundo de los lectores. Llamo uso privado de la misma a la utilización que le es permitido hacer de un determinado puesto civil o función pública. Ahora bien, en algunos asuntos que transcurren en favor del interés público se necesita cierto mecanismo, léase unanimidad artificial en virtud del cual algunos miembros del estado tiene que comportarse pasivamente, para que el gobierno los guíe hacia fines públicos o, al menos, que impida la destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino que se tienen que obedecer, en tanto que esta parte de la máquina es considerada como miembro de la totalidad de un Estado o, incluso, de la sociedad cosmopolita y, al mismo tiempo, en calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público usando verdaderamente su entendimiento, puede razonar, por supuesto, sin que por ello se vean afectados los asuntos en los que es utilizado, en parte, como miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de al orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y exponerlos ante el juicio de su público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados; incluso una mínima crítica a tal carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser castigada como escándalo (pues podría dar ocasión de desacatos generalizados). Por el contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente su pensamiento contra la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad e, incluso, el deber de comunicar al público sus bienintencionados pensamientos, cuidadosamente examinados, acerca de los defectos de ese símbolo, así como hacer propuestas para el mejoramiento de las instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco aquí hay nada que pudiera ser un cargo de conciencia, pues lo que enseña la virtud de su puesto como encargado de los asuntos de la iglesia lo presenta como algo que no puede enseñar según prescripciones y en nombre de otro. Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de principios que él mismo no aceptará con plena convicción; a cuya exposición, del mismo modo, puede comprometerse, pues no es imposible que en ellos se encuentre escondida alguna verdad que, al menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio con la religión íntima. Si él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un predicador hace de su razón ante su comunidad es meramente privado, puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión familiar. Y con respecto a la misma él, como sacerdote, no es libre, ni tampoco le está permitido serlo, puesto que ejecuta un encargo ajeno. En cambio, como docto que habla mediante escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón, gozaría de una libertad ilimitada para servirse de ella y para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) sean otra vez mentores de edad constituye un despropósito que desemboca en la eternización de insensateces.


Pero, ¿no debería estar autorizada una sociedad de sacerdotes, por ejemplo, un sínodo de la iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses) a comprometerse bajo juramento entre sí a un cierto símbolo inmutable para llevar a cabo una interminable y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de estos, sobre el pueblo, eternizándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración del genero humano, es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramente para colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), depurarlos de errores y, en general, avanzar en la Ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste, justamente, en ese progresar. Por tanto, la posteridad está plenamente autorizada para rechazar aquellos acuerdos, aceptados de forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo reside en la siguiente pregunta: ¿podría un pueblo imponerse así mismo semejante ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor para introducir un nuevo orden, que, al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano, especialmente a los sacerdotes, para, en cuanto doctos, hacer observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de las deficiencias de dicho orden. Mientras tanto, el orden establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido y confirmado públicamente, de modo que mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no de todos) se pudiese elevar al trono una propuestas para proteger aquellas comunidades que se han unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan siquiera por el plazo de duración de una vida humana, ya que con ello se destruiría un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento y, con ello, lo haría estéril y nocivo. En lo que concierne a su propia persona, un hombre puede eludir la Ilustración, pero sólo por un cierto tiempo en aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón todavía para la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero, si a un pueblo no le está permitido decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél, pues su autoridad legisladora descansa, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya propia. Si no pretende otra cosa que no sea que toda real o presunta mejora sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos que permitir a sus súbditos que actúen por sí mismos en lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Esto no le concierne al monarca; sí, en cambio, el evitar que unos y otros se entorpezcan violentamente en el trabajo para su promoción y destino según todas su capacidades. El monarca agravia su propia majestad su se mezcla en estas cosas, en tanto que somete a su inspección gubernamental los escritos con que los súbditos intentan poner en claro sus opiniones, a no ser que lo hiciera convencido de que su opinión es superior, en todo caso se expone al reproche Caesar no est supra Grammaticos, o bien que rebaje su poder supremo hasta el punto de que ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de los súbitos.


Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la respuesta es no, pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Sin embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que disminuyen continuamente los obstáculos para una Ilustración general, o para la salida de la autoculpable minoría de edad. Desde este punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico.


Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera como un deber no prescribir nada a los hombres en materia de religión, sino que les deja en ello plena libertad y que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad lo ensalcen con agradecimientos. Por lo menos, fue el primero que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno la libertad de servirse de su propia razón en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo el gobierno del príncipe, dignísimos clérigos -sin perjuicios de sus deberes ministeriales- pueden someter al examen del mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, aquellos juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado; con mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se expande también exteriormente, incluso allí donde debe luchar contra obstáculos externos de un gobierno que equivoca su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial, en esa condición.
Ha situado el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su culpable minoría de edad, preferentemente, en cuestiones religiosas, porque en lo que atañe a la artes y las ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés en ejercer de tutores sobre sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y comprende que, incluso en lo que se refiere a su legislación, no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquella, aunque contenga una franca crítica de la existente. También en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipo al que nosotros honramos.


Pero sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública, puede decir lo que ningún Estado libre se atreve a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas, pues sucede que, si lo consideramos con detenimiento y en general, entonces caso todo en él es paradójico. Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajosa para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables. En cambio, un grado menos de libertad le procura el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades. Una vez que la naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y vocación al libre pensar; este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar a invadir a los principios del gobierno, que se encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una máquina (4), conforme a su dignidad (5).


(1) El término Unmündigkeit se presta a varias traducciones en castellano, pero todas ellas hacen referencia a una cierta "inmadurez" de quien predica la término. Lo hemos traducido por "minoría de edad", conservando así según nuestra opinión, toda la carga semántica que tiene el término en alemán. Sin embargo, en otros contextos hemos preferido las palabras "dependencia"; o "no emancipación". Por el contrario, el término Mündigkeit , que traducimos por "mayoría de edad" por seguir con le metáfora kantiana, podría traducirse en todos los casos por "emancipación".

(2) Del latín, mayor de edad por naturaleza (físicamente), mientras que intelectualmente continúa siendo menor de edad.

(3) Por el contrario, el uso privado de la razón es el que alguien ejerce como titular de un cargo publico; por ejemplo, el que lleva a cabo un funcionario o un oficial del ejército.
(4) Alusión a J.O. De Lamettrie y su escrito L'homme-machine, 1748
(5) Al final de su articulo Kant coloca esta nota "en el Semanario de Büsching del 13 de septiembre lee hoy (30 del mismo mes) el anuncio de la Berlinische Monatsschrift, correspondiente a este mes, que publica la respuestas del señor Mendelssohn a la misma cuestión. Todavía no ha llegado a mis manos; de otro modo hubiese retrasado mi actual respuesta, que ahora sólo puede ser considerada como una prueba de hasta que punto el acuerdo de las ideas se debe a la casualidad".

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